Las olas. Capítulo 1

por | Dic 9, 2024 | Uncategorized | 0 Comentarios

Las Olas por Virginia Woolf.
Capítulo 1

La luz incidió en los árboles del jardín y dio transparencia a una hoja. Hubo una pausa. El sol dio relieve a los muros de la casa, y se posó como la punta de un abanico cerrado en una blanca persiana… Islas de luz flotan sobre el césped- dijo Rhoda. Caen a través de los árboles

Virginia Woolf

El sol aún no habla salido. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin.

Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró. La superficie del mar fríe adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente.

La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó sobre una persiana blanca. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insubstancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías.

—Veo un anillo suspendido encima de mí —dijo Bernardo—. Un anillo que tiembla suspendido en un nudo de luz.

—Veo un charco amarillo pálido —dijo Susana—, que se extiende para ir al encuentro de una banda púrpura.

—Oigo un ruido —dijo Rhoda , chirp, chirp, chirp. Un ruido que sube y baja.

—Veo un globo —dijo Neville— suspendido como una gota a los flancos enormes de una colina.

—Veo una borla carmesí —dijo Jinny— entrelazada con hilos de oro.

—Oigo algo que patea contra el suelo —dijo Luis—. Es el pie de una gran bestia encadenada que golpea, golpea, golpea la tierra…

—Miren la casa —dijo Jinny— con todas sus ventanas cubiertas con postigos blancos.

—Han abierto el grifo del lavaplatos —dijo Rhoda-y el agua helada cae sobre el pescado colocado en el tazón.

—Las paredes están hendidas con grietas de oro —dijo Bernardo— y hay sombras de hojas azules en forma de dedos bajo las ventanas.

—Ahora la Sra. Constable se coloca sus gruesas medias negras —dijo Susana.

Cuando sube el humo, el sueño se evapora sobre los tejados como una ligera neblina —dijo Luis.

—Los pájaros cantaban en coro —dijo Rhoda—, pero el ruido de la aldaba que ha sido quitada a la puerta del servicio los ha hecho volar, dispersados como una flecha de semillas. Uno se ha quedado cantando solo, sin embargo, junto a la ventana del dormitorio.

—En la superficie de la cacerola se forman burbujas —dijo Jinny—. Ellas suben cada vez más rápidas en un racimo de plata.

—Sobre la mesa de la cocina, Jinny quita las escamas de los pescados con un cuchillo dentado —dijo Neville.

—La ventana del comedor se ha tornado de un azul oscuro dijo Bernardo—, y el aire caliente vibra encima de la chimenea.

Una golondrina se ha posado sobre el pararrayos dijo Susana— y Jinny ha vaciado ruidosamente el balde sobre las baldosas.

Todos se han marchado ya —dijo Luis—. He quedado so o. Han regresado a la casa para tomar el desayuno y yo he quedado solo al pie del muro, en medio de las flores. Es muy temprano y las lecciones no comenzarán todavía. Tengo un tallo en mi mano. Yo mismo soy un tallo y mis raíces llegan hasta las profundidades del mundo, a través de la tierra seca de ladrillo y a través de la tierra húmeda, a través de venas de plomo y plata. Mi cuerpo no es sino una sola fibra. Todas las sacudidas repercuten en mí y siento el peso de la tierra contra mis costados. Bajo mi frente, mis ojos son hojas verdes, ciegas. Aquí no soy sino un niño vestido con un traje de franela gris y tengo un cinturón de cuero con una hebilla de cobre que representa una serpiente. Pero allá abajo, mis ojos son los ojos sin párpados de una figura de granito en un desierto junto al Nilo. Veo a mujeres que se dirigen con cántaros rojos hacia el río; veo camellos, que se balancean y hombres con turbantes. A mi alrededor, percibo ruido de pasos, temblores, agitaciones…

«Aquí arriba, Bernardo, Neville, Jinny y Susana (todos menos Rhoda) rozan los plantíos con sus redes para cazar mariposas y espantan a las mariposas posadas sobre las corolas temblorosas de las flores. Ellos rasan la superficie del mundo. Sus redes están llenas de alas palpitantes. «¡Luis, Luis, Luis!» gritan, pero no pueden verme. ¡Oh, Señor, ¡haz que se marchen de aquí! ¡Haz que yo permanezca invisible!… Yo soy verde como un tejo aquí, a la sombra del seto. Mis cabellos son hojas. Mis raíces llegan hasta el centro de la tierra. Mi cuerpo es un tallo. No soy ya sino un muchachito vestido con un traje de franela gris. Ella me ha descubierto. Siento un golpe en la nuca. Ella me ha besado. Todo se desmorona…»

—Eché a correr por el jardín después del desayuno —dijo Jinny—. Al ver que las hojas se movían en un hueco en el cerco, pensé: «Es un pájaro en su nido». Apartándome de los demás, fui a mirar, pero no encontré ningún nido. Las hojas continuaban moviéndose: entonces tuve miedo y eché a correr otra vez. Corrí gritando ¿Qué fue lo que movió las hojas? ¿Qué es lo que mueve mi corazón, mis piernas? Y me precipité donde estabas tú, Luis. Verde como un arbusto, como una rama inmóvil, con los ojos fijos. «¿Estará muerto?» pensé y te besé mientras mi corazón brincaba bajo mi traje rosado como las hojas que se mueven sin cesar, incluso cuando no hay nada, que las agité. Siento ahora el perfume de los geranios, siento el olor a tierra húmeda… Me pongo a danzar como una burbuja, me siento lanzada sobre ti como una red de luz que te envuelve todo entero y queda vibrando sobre ti.

—A través de la grieta del seto yo vi a Jinny besarle —dijo Susana—.

Al alzar mi cabeza inclinada sobre un macetero de flores y mirar a través de la grieta, vi cómo le besaba. Ahora, voy a envolver mi congoja en mi pañuelo, la apretaré en un nudo y, antes de que comiencen las lecciones, iré sola al bosque de hayas. No me sentaré delante de una mesa a sacar sumas, sino que iré a depositar mi congoja entre las raíces de las hayas. Comeré nueces y buscaré huevos entre las zarzas y mis cabellos estarán desgreñados y dormiré bajo los setos y beberé agua en las zanjas y allí me moriré.

—Susana acaba de pasar junto a nosotros —dijo Bernardo— No estaba llorando. Pero sus ojos que son tan hermosos parecían acechar como los ojos de los gatos prontos a dar un salto. Voy a seguirla, Neville. Voy a ir despacio detrás de ella para estar pronto, con mi curiosidad, y poder confortarla en el momento en que ella estalle de ira pensando: «Estoy sola».

—Vi a Jinny besarle —dijo Susana—. Al mirar entre las hojas la vi. Se aproximaba danzando, salpicada de diamantes y ligera como una nube. En cambio, yo soy pequeña, Bernardo, y rechoncha. El color amarillo que arde en mi pecho se convirtió en una piedra cuando vi a Jinny besando a Luis. Quiero comer pasto y morir en una zanja, en medio del agua parda donde se pudren las hojas muertas.

—Te vi pasar delante de la cabaña del jardinero —dijo Bernardo— y te oí gemir. «Soy desdichada». Tengo los cabellos en desorden porque cuando la Sra. Constable me dijo que me los peinara, vi a una mosca cogida en una telaraña y me pregunté: «¿Debo libertar a la mosca? ¿Dejaré que se la coma la araña?» Así es como me atraso siempre. Al oír que gemías, te seguí y te vi depositar sobre las raíces tu pañuelo, en el cual habías anudado tu furor y tu odio. Pero todo pasará. Nuestros cuerpos están muy próximos ahora. Tú escuchas mi respiración. Al mismo tiempo, ves a aquel escarabajo que arrastra una hoja sobre su dorso, corriendo de un lado a otro. En idéntica forma mientras lo observas, tu deseo de poseer un objeto único (que en este momento es Luis) debe oscilar, como la luz que penetra y sale por entre las hojas de las hayas. Más tarde, las palabras que se mueven oscuramente, en las profundidades de tu cerebro, romperán este nudo de dureza enrollada en tu pañuelo.

—Yo amo y odio —dijo Susana—. Yo no deseo sino una sola cosa. Mis ojos son hoscos. Los ojos de Jinny brillan con millares de luces. Los ojos de Rhoda son como esas flores pálidas a las cuales se acercan las mariposas al atardecer. Los tuyos son como agua que sube hasta la superficie y nunca se derrama. Pero yo estoy ya lanzada sobre mi pista. Mis ojos ven los insectos en el césped y aun cuando mi madre teje calcetines y cose delantales para mí, a pesar de que soy todavía una niña, sé amar y aborrecer.

—Pero mientras permanecemos sentados así, muy próximos —dijo Bernardo—, nuestras palabras nos funden al uno en el otro. Y entre ambos, formamos una especie de territorio impregnable.

—Veo el escarabajo —dijo Susana—. Es negro: lo veo es verde: lo veo. Yo estoy atada con palabras cortas, monosilábicas. Tú, en cambio, te echas a vagar con las tuyas a la aventura: te escapas: subes cada vez más alto, con palabras y más palabras hilvanadas en frases.

—Y ahora, vamos a explorar a nuestro alrededor —dijo Bernardo—. Allá abajo, entre los árboles, hay una casa blanca. Nos hundiremos como los nadadores que rozan el fondo con las puntas de sus pies, nos sumergiremos a través de la atmósfera verde de las hojas. A medida que corramos, iremos sumergiéndonos, Susana. Las olas se cierran sobre nosotros, las hojas de las hayas se entrecruzan por encima de nuestras cabezas. Se ven relucir los punteros dorados del reloj de las caballerizas. Allí está el techo de la casa grande. Las botas de caucho del mozo de cuadra resuenan en el patio de Elvedon. Descendemos por entre las copas de los árboles hasta el suelo. El aire no agita ya sobre nosotros sus tristes olas púrpuras. Estamos tocando tierra. Estamos en el bosquecillo rodeado de una muralla. Esto es Elvedon. Yo he visto letreros en los cruces de caminos con un brazo que señalaba: «A Elvedon». Nadie había llegado jamás hasta aquí. Los helechos despiden un olor fuerte y debajo de ellos crecen hongos rojos. Hemos despertado a las cornejas soñolientas que jamás han visto una figura humana y hollamos glándulas podridas que el tiempo ha tornado resbalosas y rojas. Un círculo de murallas rodea este bosque: nadie viene jamás aquí. ¡Escucha! Ese ruido sordo es el de un sapo gigantesco que brinca entre los matorrales; aquel crujido es el de una piña prehistórica que cae entre los helechos y va a pudrirse allí.

«Afirma tu pie sobre este ladrillo. Mira por encima de la muralla. Aquello es Elvedon. Una señora está sentada entre los largos ventanales escribiendo. Los jardineros barren el jardín con enormes escobas. Nosotros somos los primeros que hemos llegado a este lugar. Somos los exploradores de una tierra desconocida. No te muevas: si los jardineros nos vieran, dispararían contra nosotros. Nos clavarían como a armiños sobre la puerta de la caballeriza. ¡Cuidado! ¡No te muevas! Aférrate fuertemente a los helechos que están encima de la muralla.»

—Veo a la señora que está escribiendo —dijo Susana—. Veo a los jardineros que están barriendo. Si muriésemos aquí, no habría nadie que nos diera sepultura.

—¡Huyamos! —dijo Bernardo—. ¡Huyamos! ¡El jardinero de la barba negra nos ha visto! ¡Van a disparar contra nosotros! ¡Van a matarnos como a cornejas y a clavarnos sobre la pared! Estamos en una comarca hostil. Escapémonos al bosque de hayas. Escondámonos bajo los árboles. Yo quebré, al pasar, una rama que marca un sendero. Agáchate tanto como puedas. Sígueme sin volver la cabeza hacia atrás. Van a tomarnos por zorros. ¡Huyamos!

—Ahora, ya estamos a salvo. Ahora podemos enderezarnos nuevamente y estirar los brazos bajo este amplio dosel, en este vasto bosque. No oigo otra cosa que un murmullo de olas en el aire. Es una paloma torcaz que sale de su escondite entre las hayas y bate el aire, bate el aire con sus alas fatigadas.

—Nuevamente te me has escapado con tus frases —dijo Susana—. Y subes como un volantín, cada vez más alto, más alto, a través de las capas de hojas, fuera de mi alcance. Ahora te detienes y tiras mis vestidos, mirando hacia atrás, siempre ocupado en hacer frases. Te me has escapado. He aquí el jardín, he aquí el seto. He aquí a Rhoda en el sendero: ella mece un estanque lleno de pétalos de flores.

—Todos mis barcos son blancos —dijo Rhoda—. No quiero pétalos rojos de geranios. Quiero pétalos blancos que floten al inclinar yo el estanque. Neville y Susana se han marchado: Jinny está en la huerta cogiendo grosellas en compañía de Luis, quizás. Tengo un breve espacio de tiempo para estar sola mientras la señorita Hudson distribuye nuestros cuadernos sobre las mesas de la sala de clases. Tengo una breve tregua de libertad. Y ahora meceré el estanque pardo a fin de que mis barcos puedan surcar las olas. Las olas se embravecen, sus crestas se enroscan. Mirad la luz en los mástiles. Todos los barcos se han dispersado, se han hundido: todos, excepto el mío que surca las olas, en medio de la tempestad, y llega a las islas donde los papagayos chillan y donde los reptiles…

—¿Dónde está Bernardo? —dijo Neville—. Él tiene mi cuchillo. Al verla, Bernardo plantó su barco y se fue tras ella llevándose mi cuchillo, ése afilado que sirve para cortar la quilla. Bernardo es como un hilo eléctrico que cuelga, como el cordón de alambre quebrado de un timbre, que está siempre resonando. Es como el alga marina que cuelga en la ventana, ora húmeda, ora seca. Estábamos en la caseta del jardinero haciendo barcos cuando Susana pasó junto a la puerta. Me deja en un atolladero por seguir a Susana, y si Susana se pone a llorar, le contará historias. La lámina grande es un emperador, la lámina quebrada es un negro. Yo detesto las cosas que cuelgan: detesto las cosas húmedas. Detesto las vagancias y las mezclas de cosas. Pero la campana ha sonado y vamos a llegar atrasados. Abandonemos nuestros juguetes y entremos todos juntos. Los cuadernos están ordenados sobre el tapiz verde de la mesa.

—No conjugaré el verbo hasta que no lo haya hecho Bernardo —dijo Luis—. Mi padre es un banquero en Brisbane y yo hablo con un acento australiano. Voy a esperar que lo haga Bernardo y enseguida le imitaré. Él es inglés. Todos son ingleses. El padre de Susana es un campesino. Rhoda no tiene padre. Bernardo y Neville pertenecen a familias distinguidas. Jinny vive con su abuela en Londres. Bernardo tiene una viruta en el pelo. Susana tiene los ojos enrojecidos. Ambos están agitados y tienen las mejillas encendidas. En cuanto a mí, soy pálido; yo estoy limpio y mi pantalón corto está sostenido por un cinturón cuya hebilla de cobre representa una serpiente. Yo sé mi lección de memoria. Sé mucho más de lo que ellos sabrán jamás. Sé todos los casos y los géneros: si lo deseara, podría saber todas las cosas del mundo. Jinny y Susana, Bernardo y Neville se entrelazan en una correa para fustigarme. Se mofan de mi limpieza y de mi acento australiano. Pero ahora voy a tratar de imitar a Bernardo que cecea dulcemente el latín.

—Estas palabras son blancas —dijo Susana— como los guijarros que recojo en la playa.

—Ellas agitan la cola a derecha e izquierda a medida que yo las pronuncio —dijo Bernardo—. Ellas baten el aire con sus colas; vuelan por el espacio en bandada. Primero por aquí, en seguida por allá: se mueven simultáneamente, ya separándose, ya reuniéndose nuevamente.

—Estas palabras son amarillas, son palabras ardientes —dijo Jinny—. Yo quisiera tener un traje ardiente, un traje amarillo, un traje color leonado para ponérmelo por la noche.

—Cada tiempo tiene un sentido diferente —dijo Neville—. Existe un orden en este mundo; existen distinciones, existen diferencias en este mundo, en cuyo umbral me encuentro. Porque esto no es sino un comienzo.

—Ahora —dijo Rhoda—, la señorita Hudson ha cerrado el libro. Ahora comienza la pesadilla. Cogiendo un trozo de tiza ella se pone a trazar cifras: seis, siete, ocho y después, una cruz y una línea sobre el pizarrón. ¿Cuál es la solución? Los demás miran, miran y comprenden. Luis escribe; Susana escribe: Neville escribe; Jinny escribe: incluso Bernardo se pone a escribir. Pero yo no puedo; yo no veo sino cifras desprovistas de sentido. Los demás van entregando a la señorita Hudson su solución, uno tras otro. Ahora toca mi turno. Pero yo no tengo solución. A los demás les está permitido irse, y se marchan cerrando la puerta tras sí. La señorita Hudson también se va. Me dejan sola para que busque una solución. Las cifras ya no poseen significado. El significado se ha ido.

—Allí está Rhoda con los ojos clavados en el pizarrón —dijo Luis—, mientras nosotros holgazaneamos, cogiendo aquí una rama de tomillo, apretando allá una hoja de toronjil, y en tanto que Bernardo narra una historia. Los omoplatos de Rhoda se juntan en su espalda igual que las alas de una mariposa. Y mientras ella contempla las cifras trazadas con tiza, su espíritu se aposenta en aquellos círculos blancos; cae a través de esos ojales blancos en el vacío, totalmente solo. Esas cifras carecen de significado para Rhoda. Ella no encontrará la solución. Rhoda no es como los demás: ella está desprovista de cuerpo. Y yo, que hablo con un acento australiano, yo que soy hijo de un banquero en Brisbane, no tengo miedo de ella como de los demás.

—Deslicémonos ahora bajo el dosel de las hojas del grosellero —dijo Bernardo—, y contemos historias. Instalémonos en el mundo subterráneo. Tomemos posesión de nuestro territorio secreto. Este es nuestro universo. Estamos aquí en un pantano, en una jungla infestada de malaria. Este es nuestro universo, iluminado con medias lunas y estrellas de luz: y grandes pétalos semitransparentes bloquean las aberturas, como vitrales purpúreos. Todo es extraño aquí. Las cosas son inmensas o muy pequeñas. Los tallos de las flores son gruesos como robles. Las hojas son altas como cúpulas de enormes catedrales. En cuanto a nosotros, somos gigantes que pueden hacer estremecerse las selvas.

—Lo que estás diciendo es verdad aquí, donde estamos —dijo Jinny— y en este momento. Pero pronto nos marcharemos. Pronto la señorita Curry tocará su silbato y tendremos que separarnos. Tú iras al colegio. Tendrás profesores que ostentarán cruces en el pecho y corbatas blancas. Yo iré a un internado de East Coast, donde tendré una maestra que se sentará debajo de un retrato de la reina Alejandra. Porque allí es a donde iremos Susana, Rhoda y yo. Lo que tú dices no es verdad, por consiguiente, sino aquí y en este momento.

—El calor comienza a atenuarse en la jungla —dijo Bernardo—. La señorita Curry va a llevarnos a dar un breve paseo mientras la señorita Hudson arregla sus cuentas en el escritorio.

—Puesto que soy demasiado delicado para ir con ellos —dijo Neville—, puesto que me fatigo demasiado pronto y caigo enfermo de cualquier cosa, voy a aprovechar de esta hora de soledad, de esta tregua de silencio para recorrer los alrededores de la casa y reponerme, si es que puedo, de la impresión que experimenté al oír, a través de la puerta giratoria, aquello del hombre muerto anoche, cuando la cocinera estaba removiendo los apagadores de la cocina. Lo habían encontrado degollado. Lo encontraron en la alcantarilla, por la que corría su sangre. Tenía la mejilla blanca como un pedazo de bacalao. «La muerte bajo el manzano» es el nombre con que yo designaré para siempre, en lo sucesivo, esta contracción, esta rigidez.

—Ahora —dijo Luis—, todos nos ponemos de pie. La señorita Curry extiende el libro negro sobre el armonio, se hace difícil no llorar cuando entonamos himnos rogando a Dios que vele nuestro sueño y hablamos de nosotros como de niñitos. Cuando estamos tristes y temblamos de aprensión, es dulce cantar todos juntos, apoyándonos ligeramente los unos en los otros: yo en Susana, Susana en Bernardo, con las manos enlazadas, temerosos de muchas cosas: yo, de mi acento, Rhoda de las cifras y, sin embargo, todos resueltos a conquistar y a vencer. …

-En la misma forma que me quito y cuelgo mi vestido y mi camisa -dijo Rhoda—, así cuelgo mi inútil deseo de ser Susana, de ser Jinnv. Pero voy a estirar mis pies hasta que ellos toquen el fierro al extremo del lecho. Tocando el fierro confirmo la presencia reconfortante de algo duro. Ahora ya no puedo hundirme, no puedo sumirme a través de la delgada sábana. Ahora extiendo mi cuerpo sobre este frágil colchón y quedo suspendida por encima de la tierra. Ya no estoy de pie, expuesta a recibir golpes, expuesta a que me hagan daño. Todo es suave, todo es blando. Mi espíritu puede ahora desprenderse de mi cuerpo. Puedo pensar en mis armadas que surcan las altas olas. ¡Oh, si yo pudiera despertar de mis sueños! Ahí está la cómoda. ¡Dejadme salir de estas aguas!… Pero las olas se precipitan sobre mí, me arrastran sobre sus inmensos hombros, me hacen dar tumbos, me arrollan; estoy extendida entre estas largas luces, entre estas largas olas, entre estos interminables senderos donde la gente me persigue, me persigue.

Virginia Woolf

Adeline Virginia Woolf, más conocida como Virginia Woolf, fue una escritora británica, autora de novelas, cuentos, obras teatrales y demás obras literarias; considerada una de las más destacadas figuras del vanguardista modernismo anglosajón del siglo XX y del feminismo internacional.​

Adeline Virginia Woolf, más conocida como Virginia Woolf, fue una escritora británica, autora de novelas, cuentos, obras teatrales y demás obras literarias; considerada una de las más destacadas figuras del vanguardista modernismo anglosajón del siglo XX y del feminismo internacional.

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